jueves, 28 de agosto de 2008

Cabellos negros sobre las sábanas

Tras la batalla, los cuerpos han caído derrotados. Vuelvo a abrir los ojos, y ha transcurrido una eternidad. Me ataca directamente un rayo que se cuela furtivo entre los pliegues de la cortina. Puedo sentir tu aliento sobre mi hombro, el sonido de tu sueño pacífico. Me giro, y allí yace tu rostro, sobre una almohada improvisada con tu mano. El brazo flexionado descubre la figura de uno de tus senos, aplastado por el peso del cuerpo sobre las sábanas. Un pecho pálido, pequeño y tímido, casi adolescente, que no oculta la areola oscura propia de tu raza. Refuerza este argumento la cascada negra, profunda, que nace de tu testa y se difumina cubriéndote los hombros, como una capa de brillante azabache que se extingue sobre la piel desnuda. Algún cabello blanco me dice que, aunque tu cuerpo zen destila una pacífica vitalidad, los dos hemos dejado de ser unos críos. Ni tan sólo jóvenes. Pero esta noche hemos querido olvidar, dejar de ser quienes seremos desde que abandone tu cama, y darnos el uno al otro. A partir de hoy, todo será distinto. En unas horas saldrá el avión que me expulse de este sueño compartido que duró dos meses... o quizá una semana, qué más da ahora. No ha habido un acuerdo, no ha habido planes. Nos hemos dejado llevar por el deseo, y ahora no nos queda más remedio que seguir las obligaciones que nuestras vidas nos marcan. Esta noche no nos la podrá quitar nadie, pero se te antojará vana con el tiempo. A mí, tal vez.
Intento contener la respiración para no romper tu descanso. Incluso deseo interrumpir mis reflexiones mientras te contemplo, tengo miedo de que los retumbos de mi cabeza se escapen y te arranquen del sueño reponedor, después de horas de combate. ¡Pareces tan frágil! Sin embargo has sido la fuerte de los dos, la que ha llorado en silencio por los dos, la que ha soportado tanto mis quejas como los problemas de comunicación. Te responsabilizaste de mi dolor y quisiste enseñarme en cada segundo que pasábamos juntos un mundo sin lágrimas. Y hoy serás tú la que necesite consuelo, mientras yo desaparezca allá entre las nubes. De nada te servirá saber que alguien te desea tanto como para haber renunciado a toda una vida a miles de kilómetros. De todas formas, tampoco habrías consentido ser cómplice de una locura semejante: eres japonesa, y sabrás administrar tus sentimientos como corresponde. Pues hoy finaliza el tiempo destinado al placer en el que ha culminado este romance. El mañana no existe, yo ya no estaré aquí y no tendrá sentido derramar lágrimas ni buscar los oídos de nadie, ¡quién quiere saber un secreto compartido con todos!
Tras la batalla, los cuerpos han caído derrotados. Durante dos meses inflamamos una pasión gritada por nuestros ojos. Durante dos semanas no nos importó otra cosa más que ocultar nuestras debilidades. Y esta noche me has vencido. Has permitido que me convirtiera en profanador de tu santuario, que robara los secretos de tu cuerpo, incandescente por un fuego contenido durante tanto tiempo. Descubrir que cada uno de los recovecos de tu piel guardaba un tesoro de aromas y caricias, paredes que se abren generosas con los besos más dulces y manos que impotentes intentan callar la boca del compañero, buscando el silencio de los sonidos del éxtasis entre las paredes tan indiscretas de la habitación. Los dedos reconociendo los rostros, los labios realizando un examen profundo de cada centímetro cuadrado, excitado el sedoso vello por las exhalaciones profundas del uno contra el cuerpo del otro. Nos hemos zambullido en los ojos del otro. Los tuyos oscuros, profundos... imposible para un occidental atisbar lo que ocultas tras ellos. Me invitas a sumergirme dentro de tus pupilas, después te cierras como una dionea y me ahogo entre pasiones ahogadas y sentimientos confusos, hasta que mis principios a lo que me ataba y alejaba de ti se desvanecen, dentro de ese agujero negro que absorbe cualquier atisbo de claridad. Quiero olvidar quien soy, quiero que ese avión despegue sin mí, quiero morir entre mil de tus sonrisas. Ya no tengo otra cosa que el calor de tus labios sobre los míos. Quiero olvidar la palabra "adiós". En español y en japonés.
Tras la batalla, mi cuerpo ha caído derrotado. Vuelvo a abrir los ojos, y el paisaje me aturde. Estoy en mi casa, en la cama de siempre, ahora enorme. Mis dedos exploran desesperadamente tu calor entre las sábanas. Pero tan sólo encuentro cabellos negros, largos, gruesos... no son tuyos. Estuvimos tan cerca de que esta vez no fuera otra fantasía. Quizá la próxima noche pueda despertar más tarde y perder ese avión. Para siempre.

domingo, 24 de agosto de 2008

El amor del rey

Durante las dos primeras semanas que estuve en Tokio, al no conocer a nadie, me pasaba el día recorriendo la ciudad, familiarizándome con sus barrios y admirando el bullicio de sus avenidas. En los breves descansos que le concedía a mis cansados pies, junto a parques o plazas intentaba entablar conversación con algún ciudadano solitario, en parte por practicar mi japonés, en parte por hacer más amena, si cabe, mi jornada. En una de estas ocasiones pude sentarme en un banco del parque Yoyogi con un señor de avanzada edad que, al ver de que contaba con unos breves conocimientos de su lengua materna, perdió pronto la timidez y nos dimos un tiempo para charlar. Afortunadamente, este hombre podía farfullar algo de inglés, con lo que suplíamos ciertas carencias en mi oxidado japonés. Tras unas primeras frases acerca de mi estancia en Tokio y de los motivos que la propiciaban, me preguntó si no sentía añoranza por la tierra que había abandonado temporalmente. Le contesté que era duro separarse de la gente que amas, pero el beneficio final tras mi estancia allí lo compensaría. Entonces él quiso obsequiarme con esta historia:

"Cuando el antiguo imperio de Yamato no alcanzaba aún las tierras sobre las que tú y yo nos sentamos ahora, había multitud de pequeños estados por esta zona de Japón. De eso hace ya muchos siglos. Durante una época, uno de estos paises estaba regido por un rey que amaba profundamente a su pueblo, pero lo trataba con bastante dureza. Siempre con el afán de conseguir lo mejor para sus siervos, los hacía trabajar duramente en sus tierras y oficios. Sus súbditos le obedecían dócilmente, conscientes de que la severidad de sus órdenes y lo austero de su vida era por el bien de todos. No obstante, en el fondo de sus corazones albergaban la esperanza de que con el tiempo la vida se hiciera más fácil para todos. El rey, que ponía todo su empeño en conseguir lo mejor para sus tierras y todos los que en ella moraban, deseaba que todos se comportaran como él y trabajaran sin descanso. En muchas ocasiones desoía los ruegos de su pueblo, a los que consideraba como hijos que debían ser conducidos y educados con severidad. Su gente le amaba, pero también deseaba ablandar su corazón.

Como la única motivación del rey era conseguir que su país fuera el mejor y más feliz para todos sus súbditos, impulsado por este deseo pensó en hacer un largo viaje por los reinos vecinos, estudiar sus costumbres con la esperanza de que le sirviera de inspiración para poder mejorar el suyo. Así que, sin dudarlo más y desoyendo los consejos de algunos de sus ministros por la peligrosidad de su plan, formó una caravana que le conduciría durante esta travesía por los diferentes paises de la isla. Varios años pasó recorriendo las cortes de otros reinos, estudiando sus técnicas de cultivo, examinando la organización de sus ejércitos y disfrutando de las costumbres de sus gentes. Cada día que pasaba aumentaba su alegría al pensar en cómo iba a poder aplicar todas esas mejoras en su propio reino. A pesar de la añoranza que inundaba su alma, estaba convencido de que aquel viaje iba a ser muy beneficioso para su amado pueblo, en el que no dejaba de pensar. Aferraba todas sus penas por la distancia y las enterraba en lo más profundo de su corazón. De vez en cuando recibía mensajeros que le informaban de la tristeza de su pueblo al ver a su abnegado rey tan lejos de su patria, y vaticinando grandes festejos a su regreso.

Un día, considerando que ya había aprendido lo suficiente sobre los otros paises, algunos de ellos hasta ahora desconocidos por sus sabios, decidió preparar la vuelta a su reino. Cargado de regalos para sus súbditos, llena su cabeza de planes para el futuro y con el corazón rebosante de alegría por el cercano regreso, la caravana del ambicioso soberano iba haciendo el camino hacia sus dominios. Ordenó a un mensajero que se dirigiera sin demora a su palacio para que iniciaran los preparativos de los festejos de bienvenida. Excitado con todo lo que había visto y vivido, no podía apenas dormir pensando en la gran cantidad de cambios que iba a realizar para conseguir que sus súbditos fueran más felices y hacer que su reino viviera una edad de oro, llena de esplendor y bienestar para todos. Su corazón se llenó de gozo cuando los caminos comenzaron a serle más familiares y las formas de las montañas lejanas le anunciaban la inmediata meta. Pero cuando la caravana se acercó al primer poblado vasallo del rey, éste observó extrañado que las gentes que trabajaban los campos, al verles, abandonaban corriendo sus faenas y se encerraban en sus chozas, miedosos. Lo mismo sucedió en las aldeas cercanas. Extrañado el rey de tal comportamiento, lo achacó al tiempo que había estado lejos de su patria y pudiera ser que sus propios siervos ya no le reconocieran. Desterrando cualquier temor en su corazón y cegado por la alegría de haber llegado a su patria, aceleró la marcha hasta su capital.

¡Cuán grande fue su desazón cuando franqueó las puertas de la muralla y vió cómo sus siervos ignoraban su presencia allí! No había nada preparado: ni música, ni bailes, ni banquete, ningún tipo de exhibición que demostrara la alegría de su pueblo al regreso de su amado soberano. Éste, muy enfadado, comenzó a gritar a las gentes que pasaban por las calles, a los pequeños comerciantes y los artesanos que realizaban su trabajo frente a sus casas. Los paisanos bajaban la cabeza y seguían su camino, nadie se dignaba a mirarle a los ojos. Desesperado por la situación, aceleró la marcha de su montura hasta su palacio. Frente a la puerta de éste le esperaba su Consejo de Ministros, acompañado del ejército. El primer ministro se adelantó a los demás y se pronunció en nombre de todos:

- Gran Señor, nos alegramos de que tu viaje haya transcurrido sin incidentes y hayas podido presentarte ante nosotros con perfecta salud. Pero ya no eres bienvenido a estas tierras. Durante estos años hemos aprendido a vivir sin tu presencia y podemos gobernarnos por nosotros mismos. Esto es algo que el mismo pueblo decidió, desde cualquiera de éstos que ves frente a tí hasta el mendigo más pobre. Tus siervos no te odian, porque todavía albergan cariño hacia tí en sus corazones y no te desean ningún mal, pero ya no se mostrarán, nunca más, diligentes ante tus órdenes, y no desean que seas tú el que rijas sus destinos. Te rogamos que salgas de estas tierras, sigas tu propio camino sin nosotros y no vuelvas.

Tras estas palabras, los ministros lo abandonaron entrando en el palacio y la guardia le franqueó la entrada. El rey, profundamente apenado, se dejó caer sobre el suelo y comenzó a llorar amargamente. Así permaneció durante dos días y dos noches, gritando y llorando como un perro abandonado. Tras esto, salió de la ciudad y se perdió entre los bosques de las montañas cercanas. Nunca más supo nadie lo que le pudo pasar ni cómo acabó sus días."

Mi compañero de banco calló unos instantes, observando cómo mi rostro se había turbado tras escuchar esta triste historia. Se levantó, me dió la mano antes de despedirse y me dijo: "Nunca abandones a los que te aman, porque podrían aprender a vivir sin tí".