lunes, 1 de febrero de 2010

Cuentos de Mali (I): Sol y Noche

Circula una leyenda entre las gentes del corazón del Sahara, las que viven en las zonas más inhóspitas del infinito desierto. Esta leyenda cuenta que hace muchísimo tiempo, tanto que no se puede contar... porque no se podía contar. Sí, así comienza esta historia: lo que cuenta la leyenda sucedió cuando aún no existían los días y las noches, no había oscuridad más que en la profundidad de las cuevas y en lo más hondo de las grietas y cañones entre las montañas. El Sol, el rey entre todos los astros que el buen Dios Allah en su infinita sabiduría había puesto en el cielo, se mantenía quieto en lo alto de la bóveda celeste, concediendo sus rayos con delicadeza, sin quemar a ninguna de las criaturas que habitaban el suelo o las aves que surcaban los cielos. Lo que ahora es sólo arena y piedras, antes era una tierra bendecida por los espíritus de Dios, llena de vida, flores, árboles, frutas abundantes y animales que alimentaban a los hombres que vivían sin temor a nada, porque no había oscuridad ni peligro: el Sol les protegía con su luz y calor, ahuyentando a las malas bestias que gustaban de la oscuridad y se pasaban el tiempo encerradas en las cuevas y en lo más profundo de las simas. La gente vivía feliz, sin preocuparse de trabajar, porque podía alimentarse de cuanto daba la tierra y descansar junto a las orillas de los ríos.

Estaba el Sol observando lo que sucedía entre las gentes que vivían bajo su protección, tal y como Allah le había encomendado, y se sentía feliz de ver a las diferentes tribus disfrutando de la vida: a los niños y niñas jugando, a las madres cuidando de sus hijos, los hombres vigilando sus ganados junto con sus hijos mayores, las adolescentes ayudando a sus madres en sus tareas... en esto se fijó el Sol en una joven, desde su altísima perspectiva insignificante, pero llena de alegría y gozo, que cantaba mientras estaba lavando ropa en un río. Esta niña se llamaba Noche. El Sol no se percató de lo que empezaba a sentir, pero no podía dejar de observarla: su sonrisa inocente, sus cabellos rizados que cubrían su espalda, la ternura de su voz... El Sol se enamoró inconsciente de Noche, sin darse cuenta de que no era ni más ni menos que otra criatura de Dios, no más especial que el resto de los hombres y mujeres a los que protegía. Pero desde ese momento, para el Sol no existía nadie más que Noche. La seguía constantemente con su mirada, siempre la iluminaba adonde ella fuera. Noche le agradecía al Sol sus atenciones, mirando hacia el cielo, sonriéndole y dedicándole algunos de sus cantos. El Sol, llevado por su pasión y más encendido su cabe por la gentileza que le concedía la niña, quiso impresionarla para demostrarle la fuerza del amor que le había inspirado la inocente Noche, y con un ardor enloquecido comenzó a apretar sus rayos, tanto que casi la consume del calor y por poco no la deja ciega. Noche, asustada ante la fuerza desatada del rey de los astros, huyó rápidamente a protegerse bajo la sombra de unos árboles. El Sol, siguiéndola con su lucífera mirada, consumió la copa de los árboles donde ella se había refugiado, demostrando con más ahínco el amor que sentía en lo más hondo de su ser. Noche, más asustada aún si cabe, con los ojos llenos de lágrimas, corrió temerosa de los rayos del Sol hasta llegar a la choza de sus padres, de donde no quiso salir. El Sol comenzó a buscarla desesperadamente, con tanto tesón rebuscaba entre los árboles, los arbustos y los ríos que éstos se secaron hasta convertirse en arena, sal y piedras inertes, que es lo que queda hoy de todo aquel vergel. Tan sólo las palmeras, que se agacharon pidiendo clemencia, fueron respetadas por los rayos del astro rey, y por eso sólo quedan palmeras en el Sáhara. Toda la gente huyó asustada hacia sus chozas, asustadas ante el comportamiento del Sol.

El buen Allah, cuando desde su morada entre las nubes vio lo que había hecho el Sol, muy enojado por todo el daño que había causado su pasión irracional hacia la pequeña Noche, le castigó desterrándolo al horizonte infinito, más allá de los océanos. El Sol obedeció a la orden del Creador, y se sumergió en lo más profundo del océano, donde no hay nada. La oscuridad comenzó a adueñarse por primera vez del mundo, y para evitar que las malas bestias hicieran daño a sus hijos los hombres, Allah le pidió a la hermana pequeña del Sol, la buena pero voluble Luna, y a sus amigas las estrellas del cielo, que concedieran su luz y protegieran a las tribus del suelo. Las estrellas eran muy pequeñas para poder dar tanta luz como el Sol, y la Luna se preocupaba más en bailar y probarse diferentes vestidos de negro, tan grandes que a menudo la cubrían por completo. Así que la luz que rodeó al mundo fue muy poca, y siempre cambiaba según los gustos de la Luna. La gente vivía encerrada en sus casas, con miedo a salir porque no podían ver nada de lo que había en el exterior. Tan sólo Noche, al saber que el Sol se había marchado muy lejos, salía de su choza.

El Sol, desde su destierro en las profundidades del horizonte, no podía dejar de pensar en Noche. Estaba profundamente enamorado de ella, y necesitaba verla a toda costa. Así que le pidió a la Luna que le avisara cuando viera a Noche, para poder admirarla otra vez desde lo alto del cielo. Y así lo hizo su hermana: tan pronto estaba en todo lo alto del cielo, podía ver a Noche andando entre la arena y las rocas, buscado algo para comer. En ese momento la Luna iba hacia donde estaba el Sol castigado y le decía: "Hermano, Hermano Sol, ahí está tu amada la Noche, ven a lo alto del cielo que yo te sustituiré en tu cárcel del horizonte". Al escuchar esto, el Sol salía desde el otro lado del horizonte, para intentar engañar a Noche y que no le descubriera, pero tan pronto ésta veía aparecer los primeros rayos, corría rápidamente a esconderse a su casa. El Sol, desesperado, seguía subiendo a lo alto del cielo, buscándola por todos los lados que sus rayos pudieran alcanzar. El sabio Allah, tan pronto se daba cuenta de la desobediencia del Sol, le volvía a ordenar que regresara a su celda, donde debía cumplir su eterno castigo. Su hermana la Luna ocupaba nuevamente su lugar junto a las estrellas, y Noche volvía a salir de su morada. Y la Luna, al verla, otra vez iba al encuentro del Sol a decirle dónde se hallaba su amada. Pero era imposible: tan pronto salía el Sol desde el horizonte, Noche se ocultaba llena de miedo.

Por eso dice esta leyenda que el Sol y la Noche nunca se podrán encontrar, y es tan grande el amor de él hacia ella que todos los días se cumple que el Sol busque a la Noche, pero ésta se esconda ante los primeros rayos matutinos. Así nacieron los días y el tiempo.