lunes, 1 de febrero de 2010

Cuentos de Mali (I): Sol y Noche

Circula una leyenda entre las gentes del corazón del Sahara, las que viven en las zonas más inhóspitas del infinito desierto. Esta leyenda cuenta que hace muchísimo tiempo, tanto que no se puede contar... porque no se podía contar. Sí, así comienza esta historia: lo que cuenta la leyenda sucedió cuando aún no existían los días y las noches, no había oscuridad más que en la profundidad de las cuevas y en lo más hondo de las grietas y cañones entre las montañas. El Sol, el rey entre todos los astros que el buen Dios Allah en su infinita sabiduría había puesto en el cielo, se mantenía quieto en lo alto de la bóveda celeste, concediendo sus rayos con delicadeza, sin quemar a ninguna de las criaturas que habitaban el suelo o las aves que surcaban los cielos. Lo que ahora es sólo arena y piedras, antes era una tierra bendecida por los espíritus de Dios, llena de vida, flores, árboles, frutas abundantes y animales que alimentaban a los hombres que vivían sin temor a nada, porque no había oscuridad ni peligro: el Sol les protegía con su luz y calor, ahuyentando a las malas bestias que gustaban de la oscuridad y se pasaban el tiempo encerradas en las cuevas y en lo más profundo de las simas. La gente vivía feliz, sin preocuparse de trabajar, porque podía alimentarse de cuanto daba la tierra y descansar junto a las orillas de los ríos.

Estaba el Sol observando lo que sucedía entre las gentes que vivían bajo su protección, tal y como Allah le había encomendado, y se sentía feliz de ver a las diferentes tribus disfrutando de la vida: a los niños y niñas jugando, a las madres cuidando de sus hijos, los hombres vigilando sus ganados junto con sus hijos mayores, las adolescentes ayudando a sus madres en sus tareas... en esto se fijó el Sol en una joven, desde su altísima perspectiva insignificante, pero llena de alegría y gozo, que cantaba mientras estaba lavando ropa en un río. Esta niña se llamaba Noche. El Sol no se percató de lo que empezaba a sentir, pero no podía dejar de observarla: su sonrisa inocente, sus cabellos rizados que cubrían su espalda, la ternura de su voz... El Sol se enamoró inconsciente de Noche, sin darse cuenta de que no era ni más ni menos que otra criatura de Dios, no más especial que el resto de los hombres y mujeres a los que protegía. Pero desde ese momento, para el Sol no existía nadie más que Noche. La seguía constantemente con su mirada, siempre la iluminaba adonde ella fuera. Noche le agradecía al Sol sus atenciones, mirando hacia el cielo, sonriéndole y dedicándole algunos de sus cantos. El Sol, llevado por su pasión y más encendido su cabe por la gentileza que le concedía la niña, quiso impresionarla para demostrarle la fuerza del amor que le había inspirado la inocente Noche, y con un ardor enloquecido comenzó a apretar sus rayos, tanto que casi la consume del calor y por poco no la deja ciega. Noche, asustada ante la fuerza desatada del rey de los astros, huyó rápidamente a protegerse bajo la sombra de unos árboles. El Sol, siguiéndola con su lucífera mirada, consumió la copa de los árboles donde ella se había refugiado, demostrando con más ahínco el amor que sentía en lo más hondo de su ser. Noche, más asustada aún si cabe, con los ojos llenos de lágrimas, corrió temerosa de los rayos del Sol hasta llegar a la choza de sus padres, de donde no quiso salir. El Sol comenzó a buscarla desesperadamente, con tanto tesón rebuscaba entre los árboles, los arbustos y los ríos que éstos se secaron hasta convertirse en arena, sal y piedras inertes, que es lo que queda hoy de todo aquel vergel. Tan sólo las palmeras, que se agacharon pidiendo clemencia, fueron respetadas por los rayos del astro rey, y por eso sólo quedan palmeras en el Sáhara. Toda la gente huyó asustada hacia sus chozas, asustadas ante el comportamiento del Sol.

El buen Allah, cuando desde su morada entre las nubes vio lo que había hecho el Sol, muy enojado por todo el daño que había causado su pasión irracional hacia la pequeña Noche, le castigó desterrándolo al horizonte infinito, más allá de los océanos. El Sol obedeció a la orden del Creador, y se sumergió en lo más profundo del océano, donde no hay nada. La oscuridad comenzó a adueñarse por primera vez del mundo, y para evitar que las malas bestias hicieran daño a sus hijos los hombres, Allah le pidió a la hermana pequeña del Sol, la buena pero voluble Luna, y a sus amigas las estrellas del cielo, que concedieran su luz y protegieran a las tribus del suelo. Las estrellas eran muy pequeñas para poder dar tanta luz como el Sol, y la Luna se preocupaba más en bailar y probarse diferentes vestidos de negro, tan grandes que a menudo la cubrían por completo. Así que la luz que rodeó al mundo fue muy poca, y siempre cambiaba según los gustos de la Luna. La gente vivía encerrada en sus casas, con miedo a salir porque no podían ver nada de lo que había en el exterior. Tan sólo Noche, al saber que el Sol se había marchado muy lejos, salía de su choza.

El Sol, desde su destierro en las profundidades del horizonte, no podía dejar de pensar en Noche. Estaba profundamente enamorado de ella, y necesitaba verla a toda costa. Así que le pidió a la Luna que le avisara cuando viera a Noche, para poder admirarla otra vez desde lo alto del cielo. Y así lo hizo su hermana: tan pronto estaba en todo lo alto del cielo, podía ver a Noche andando entre la arena y las rocas, buscado algo para comer. En ese momento la Luna iba hacia donde estaba el Sol castigado y le decía: "Hermano, Hermano Sol, ahí está tu amada la Noche, ven a lo alto del cielo que yo te sustituiré en tu cárcel del horizonte". Al escuchar esto, el Sol salía desde el otro lado del horizonte, para intentar engañar a Noche y que no le descubriera, pero tan pronto ésta veía aparecer los primeros rayos, corría rápidamente a esconderse a su casa. El Sol, desesperado, seguía subiendo a lo alto del cielo, buscándola por todos los lados que sus rayos pudieran alcanzar. El sabio Allah, tan pronto se daba cuenta de la desobediencia del Sol, le volvía a ordenar que regresara a su celda, donde debía cumplir su eterno castigo. Su hermana la Luna ocupaba nuevamente su lugar junto a las estrellas, y Noche volvía a salir de su morada. Y la Luna, al verla, otra vez iba al encuentro del Sol a decirle dónde se hallaba su amada. Pero era imposible: tan pronto salía el Sol desde el horizonte, Noche se ocultaba llena de miedo.

Por eso dice esta leyenda que el Sol y la Noche nunca se podrán encontrar, y es tan grande el amor de él hacia ella que todos los días se cumple que el Sol busque a la Noche, pero ésta se esconda ante los primeros rayos matutinos. Así nacieron los días y el tiempo.

sábado, 4 de octubre de 2008

Desterrando un reencuentro


NOTA: En este relato hay algunas palabras que he querido mantener en japonés para conferirle algo de carisma. Tras el texto hay un pequeño glosario con las palabras que no han sido traducidas. Disculpad mi esnobismo.

Vuelvo a mirar el papelujo arrugado donde la señora Shirakawa había garabateado las señas de su dirección. Odio cuando la gente mayor me escribe kanjis: deben entender que, aunque pueda llegar a entender (a duras penas) lo que me cuentan, no dejo de ser un estúpido gaijin y me cuesta mucho leer su caligrafía. Pero en este caso no hay duda: el veintitrés de Oomori sanchôme, primero, letra h. El taxista ha sido muy diligente: si hubiera sido en España, es probable que su homólogo se hubiera negado a meterse en esta barriada. No parece conflictiva, pero sí deprime el estado ruinoso de sus calles y de algunos edificios. Ni a un yanqui se le escaparía que, si Yumiko había recalado hasta aquí, las cosas no le iban muy bien, al menos no como soñábamos hace ya tanto tiempo, la última vez que estuve en esta ciudad. Y este chaparrón no romantiza la escena.
Pago religiosamente al taxista el importe exacto (todos sabemos que aquí rechazan las propinas) y abro mi paraguas mientras salgo por la puerta. Voy sorteando los charcos que se forman dentro de los socavones de grava y barro en que se ha convertido el viejo asfalto, desviando la mirada hacia las chapas de los números clavados en las farolas. El del veintitrés se aloja en un poste telefónico y tiene como vecino unas bolsas de basura y unos mazos de períodicos que se deshacen con el impacto de las gotas de lluvia. Y tras el poste, un edificio de apartamentos más ubicable en Calcuta que aquí. Millonario de grietas y trastos viejos junto a las puertas de cada vivienda. Una bici con una sola rueda acá, un calentador de agua amarillento allá, un marco vacío acullá.
No ha hecho falta buscar la hache, porque desde fuera he encontrado unas iniciales perfectas impresas sobre la puerta, en script: S.Y. Es reconfortante encontrarla tras tanto tiempo, y ese toque de elegancia en medio de la basura ayuda. Afortunadamente no hay ni una puerta que separe el mansion del resto del mundo ni portero que custodie el hall, pero me da pereza dar la vuelta estando tan cerca de mi destino y un salto de la valla me posiciona frente a su puerta. No soy Supermán, y menos desde aquella maldita operación de hernia, pero no hay mucha altura que franquear. Tampoco tengo poderes como para intentar ver lo que pasa al otro lado de la pared, pero puedo escuchar una televisión encendida y un grifo que se abre y se cierra. Han pasado más de siete años desde aquel cálido beso de despedida en aquel vagón que me llevaba al aeropuerto, en medio de todo el mundo, junto con mi promesa de un pronto reencuentro. Promesa que no fue cumplida.
No hay timbre. Bueno, lo que queda de él está colgando de un viejo cable medio pelado. Puede que sea mejor usar los nudillos, aunque el volumen de la tele llegue a amortiguar mi llamada, y así es como sucede. Mi segundo intento no pasa desapercibido. Casi me da un vuelco al corazón cuando reconozco su voz en un potente "hai!" desde el otro lado. Unos pequeños pasos que se aproximan cadentes (en eso no ha cambiado) y la puerta que se entreabre lo suficiente para darle la visión del exterior.

- Hola, Yumiko.- le digo sonriente, falseando una calma que no tengo.
- ¡Araa! ¡Enrique-san! - exclama, abriendo su puerta ampliamente.

No ha cambiado mucho, y aunque tiene la cara más endurecida, su curiosa belleza se ha negado a abandonarla. El cabello más corto y permanentado le suma algunos años más. Sigue siendo extremadamente delgada, el delantal ceñido no esconde su figura. Pero el aire doméstico que le confiere no acaba de casar con la imagen que conservaba de ella. Vuelvo a subir a sus ojos, aquellos ojos profundos donde te podías zambullir hasta evadirte de la realidad. Conocer los verdaderos sentimientos de los japoneses en una situación normal es casi imposible. Los entierran en lo más profundo de sus entrañas y visten su rostro con la máscara del poker face. Pero no son robots, y ella menos. Le traiciona el tatemae y la emoción le ha embargado. Tarda unos pocos segundos en reaccionar hasta que vuelve a salir su yo más nacional.

- ¡Ha pasado mucho tiempo!- prosigue con una pequeña reverencia.
- Siete años y un poco más. ¿Qué tal estás?
- Muy bien. ¿Y tú? ¿Qué estás haciendo en Japón?
- ¿Te importa si paso?
- ¡Claro, claro! Está lloviendo y hace frío ¿verdad?. Entra por favor, haré té.

Se echa a un lado para permitirme el paso y tras cerrar la puerta tras de mí, recoge de un zapatero unas zapatillas un poco viejas para que me las ponga en lugar de mis zapatos sucios de barro. No se puede pasar a una casa con calzado de la calle. Pero dudo que sean de mi número y no me apetece ponerme las zapatillas que hayan podido usar otros. Hace siete años no me importaba. Ahora sí.

- No te preocupes, seguiré descalzo.

Sonríe mientras pronuncia un ligero "hai" seguido de una pequeña reverencia, y tras permitirme colocar los zapatos en el suelo junto a la entrada (las punteras mirando al exterior) me dirige hasta una salita de estar en el que desemboca un breve y angosto pasillo. Un niño que aparenta unos tres años, tumbado panza abajo frente al televisor sobre el suelo de tatami y dando cuenta de una galleta tan grande como su cara, ha abandonado su atención de los dibujos animados para no separar la mirada de la estampa que debe ofrecer un gaijin de unos cuarenta tacos, alto y desgarbado, con el pelo entre castaño y canoso y algo mojado por culpa de la puñetera metereología impredicible de este país. Los ojos abiertos de par en par, a medio camino entre interrogadores y desafiantes. Mientras intento ganarme su confianza sonriendo y asintiendo ligeramente, busco un asiento que no hay: en esta sala hay espacio tan sólo para la tele y un kotatsu cubierto de un fino mantel verde con flores.

- Anata, ¿dare?- me pregunta con descaro, mientras me escanea de arriba a abajo.
- Soy un viejo amigo de Yumiko-san. Me llamo Enrique. Mucho gusto en conocerte. ¿Y tú cómo te llamas?

"Kenta", tarda en contestar. "Mucho gusto en conocerte", prosigue. Los japoneses son así: pueden odiarte en un instante, pueden estar a punto de acribillarte con la mirada, pueden hasta desearte las mayores desgracias... pero el protocolo les exige ser corteses en todo momento. No es algo a lo que me haya costado acostumbrarme, pero hay una diferencia con este niño en comparación con el resto de los encuentros que he tenido desde que pisé tierra aquí: él no me sonríe. Los tres años aún no le han desembarazado de la actitud franca de la infancia. Algo sucede ruidosamente en la pantalla como para que el niño se olvide momentáneamente de mí.
Yumiko vuelve a aparecer por la puerta por donde desapareció, esta vez sin delantal. Tal y como pensaba, sigue conservando la delgadez de cuando nos conocimos en aquel edificio con tantas habitaciones de solteros. Aquellos meses que tantas veces había recreado mientras miraba fotos, y mientras releía el torrente de emails que habíamos mantenido durante los tres meses posteriores a mi marcha. Despues, el contacto cesó. Los emails que mandé dejaron de ser respondidos, y el resto de los compañeros de piso con los que mantenía correspondencia por el mismo canal evitaban mis insistentes preguntas por ella. Hasta que Makoto, Mak-kun, uno de los chicos con los que hice más amistad en aquella época, me contestó. Y me pidió que la olvidara, que no volviera a preguntar por Yumiko nunca más, porque estaba incomodando a todos. Especialmente a ella. No tengo la menor intención de describir cómo me sentí en aquel momento.

- Dôzo- dice ella, indicándome que me acomode en el kotatsu. Nunca antes había usado uno, porque siempre que había estado allí no hacía tanto frío como para usar uno. Ni tan sólo Mieko, mi esposa ya fallecida, había comprado uno mientras estuvimos en España. No fue necesario, pero siempre tuve la curiosidad de saber cómo sería aquello. Me siento sobre el tatami, metiendo las piernas bajo el kotatsu. Es muy cálido, y mis pies descalzos agradecen el calor que irradia.

Kenta! ¿Te has presentado a nuestro invitado?- pregunta Yumiko, inclinando la vista hacia el niño.- Ven aquí.

Un largo "hai", más una protesta o una indicación de pereza que una afirmación real, es lo que precede a la aproximación de Kenta. Tumbado parecía más bajo de estatura, pero para la edad que aparenta es bastante alto. Se sienta junto a su madre, de rodillas y sobre sus talones, fuera del kotatsu. Mantiene esos ojos desafiantes sin dejar de apuntarme, como un perro pequeño de los que, aunque conscientes de su inferioridad ante alguien amenzante, te hacen saber que protegen su territorio.

- Este es mi hijo Kenta- me dice, mientras le pasa la mano por el cabello al niño.- Va a cumplir cinco años el mes que viene, ¿verdad?

El niño no responde, se limita a asentir con la cabeza sin dejar de clavarme esos ojos. De cerca y sentado al lado de su madre puedo apreciar ciertos rasgos heredados, como la distancia entre los ojos y la forma de la mandíbula. No se puede negar que lleva la sangre de la familia Shirakawa.

- Kenta, tengo que hablar con este señor. Vete a tu habitación, ¿vale?-le pide Yumiko con un tono de canción amable.
- ¡Pero yo quiero ver la tele! -protesta.
- Pues vete a casa de Ken-chan y juegas con él. Luego me paso a buscarte.

Kenta se levanta lanzándome la peor mirada de todas, un contundente "por tu culpa". Abandona la estancia suspirando, y a los pocos segundos se le oye salir por la puerta que da a la calle.

- Ken-chan es el hijo de unos vecinos. Pasan mucho tiempo juntos- me explica Yumiko. - Es un poco desobediente, pero no es mal chico. Disculpa si te ha molestado- prosigue.
- No, en absoluto - le contesto. - Parece un niño muy inteligente.
- Sí, lo es. Lo entiende todo. Por eso le he mandado marcharse a casa de su amigo.

Un ruido ahogado de cocción proveniente del otro lado de la puerta dispara como un resorte la atención de Yumiko, que se levanta rauda a atenderlo. Eso no le impide seguir la conversación desde allí.

- ¿Cuándo has llegado a Japón?- oigo que me pregunta.
- Hace dos semanas- contesto.
- ¿Y cómo me has encontrado?
- Me lo dijo tu madre.
- ¿Eh? ¿Has hablado con mi madre?- pregunta contrariada.
- Bueno, cuando llegué a Tokio intenté ponerme en contacto con Takuma, con Yuuki, con Mak-kun y con Karen - todos ellos se habían hospedado en la residencia y fueron colegas de borracheras durante los meses que estuve allí.- Sólo pude hablar con Karen.
- ¿Qué tal le va?- me pregunta.
- Bien. Es profesora de inglés en una academia. Me alegré mucho de volver a verla. Pero no sabía nada de tí.
- Perdimos el contacto cuando me fui de la residencia. Cuando te fuiste, dejamos de salir juntos, y cada uno comenzó a frecuentar otras compañías.- me explica.
- ¿En serio? Qué pena... Bueno, - prosigo- me fui a la oficina de Fuji State House, y la señorita Sueno sigue trabajando allí. Me costó un poco sonsacárselo, pero me dió la dirección de tu madre.
Mientras digo esto aparece Yumiko sosteniendo una bandeja con una tetera, dos tazas con sus cucharillas y unas pastas. No lleva azúcar, pero ya me he acostumbrado a tomar el té solo. La deja sobre el kotatsu, sirve el té y me acerca una de las tazas. Se vuelve a sentar enfrente, y apoyando los codos sobre la superfície y la cara sobre las palmas espera a que yo coja mi taza y lo pruebe para hacer ella lo mismo.
- ¡Oolong! Es mi favorito- le digo satisfecho tras el primer sorbo.
- Lo sé - dice sonriente - No he vuelto a probar otro desde que lo tomábamos juntos.- Ella toma con calma otro sorbo de su taza.- Sigue, por favor.
- Eeeh, sí... Sí. Sueno-san me dió la dirección de la casa de tu madre, pero no sabía el teléfono. Así que al día siguiente fui allí.
- ¿¿Has ido a Oita??- pregunta muy sorprendida. De Tokio a Oita, la ciudad natal de Yumiko, hay unos quinientos kilómetros.
- Sí. Busqué la casa de tu madre y estuve hablando con ella.
- No debiste hacer eso. ¡Mi madre tiene cerca de setenta años!- me recrimina enfadada.
- Es una mujer muy amable. Cuando le dije que era un viejo amigo tuyo, insistió en que me quedara en su casa el tiempo que pasara en Oita. Fue un verdadero placer conocerla.
- Mi madre es así, adora a los gaijin - me explica.- Cuando estaba en Oita, ella insistía en que tuviera amigos extranjeros, para aprender bien inglés y tener un mejor futuro trabajando fuera. No le hice mucho caso.
- Bueno, me conociste a mí.- le interrumpo.
- Pero contigo no hablaba más que en japonés, y no me sirvió para aprender ni inglés ni español.
- ¿Recuerdas que quisiste aprender español?
- ¡Sí! Quería poder algún día escribirte algún email en español. Pero no valgo para estudiar- contesta, en tono nostálgico.- Pero no debiste molestar a mi madre...- vuelve a recriminarme.
- Lo siento. -me disculpo.- Perdóname. Pero necesitaba saber qué tal estabas. Necesitaba hablar contigo. ¡No sabía nada de tí desde hace más de seis años!

Yumiko se queda callada, mirando su taza de té. Parece que está masticando las palabras que desea decir, pero aguarda con paciencia el momento. Comienza a darme miedo lo que pueda oir, y aparecen al mismo tiempo una voz que critica mi presencia allí y un deseo de abandonar esa casa antes de que suceda lo peor. Pero es demasiado tarde, y no hago caso a ninguna de las dos.

- Por favor, Yumiko, explícame qué te pasó. Dime porqué rompiste tan pronto el contacto.- le ruego.

Ella sigue mirando fijamente la taza. El aire comienza a volverse pesado, y ya me molestan los pies bajo el radiador. Jamás pensé que iba a echar de menos tanto estar de nuevo bajo la lluvia, que golpea incitante los cristales de la única ventana. Pasados unos instantes, Yumiko rompe su silencio.

- Tuve que dejar la residencia de Fuji State cuando se hizo imposible ocultar mi embarazo.- dice fríamente.- No podía mostrarme así delante de todos, era demasiado vergonzoso.
- ¿¿ Qué ??
- Perdí mi trabajo, porque no había pasado ni cuatro meses que estaba contratada. Así que no era fácil, en paro, encontrar otro sitio donde vivir. Tampoco podía volver a casa de mi madre, porque la habría matado del disgusto y la vergüenza.
- ¡Espera, espera, espera!- le ordeno. - ¿¡ Qué me estás contando !? ¿¿Por qué no me dijiste nada??
- No podía hacer eso. Te habrías sentido responsable y habrías querido venir aquí.- me contesta.
- ¡Pero, pero ¿qué me estás diciendo?! ¡Pues claro que habría venido otra vez! ¡Es cosa mía!- le grito mientras me levanto- ¿Cómo pudiste habértelo callado? ¡Debiste decírmelo! ¡Es nuestro hijo!
- ¡No chilles! - me ordena.- Te va a oir todo el mundo.
- ¡Y qué me importa! ¡Joder, Yumiko!¡Me lo tenías que haber dicho!
- ¡A mí sí me importa! ¡Calla y déjame terminar!- me chilla muy enfadada.

Nunca había visto así a Yumiko, así que la obedezco, aunque me cueste. Se añaden nuevos interrogantes a los que ya albergaba mi mente desde hacía tanto tiempo. Aún no puedo creer lo que acabo de oir.

- Makoto me ayudó. Se responsabilizó de mí. Me buscó un apartamento y pagó los costes. Estuvo hablando con amigos suyos, y uno de ellos me ofreció trabajo. Era una empresa de mantenimiento de oficinas. Tenía que trabajar por las noches, limpiando.- Se calla porque necesita llevarse una mano a los ojos, no me he dado cuenta de que hace un rato que las lágrimas se abren paso por sus mejillas.- Mak-kun me dijo que se casaría conmigo si yo accedía, pero había una condición...

Ya no hace falta que siga escuchando, porque mi cabeza ha recuperado por un instante la cordura y calcula cien asociaciones por segundo. Relaciona, descarta, ramifica y poda. Parece que va a estallar, como la víctima de un scanner.

- Mak-kun no tenía más dinero, así que se lo pedí a mi madre.- Calla un instante y sigue- No le dije que era para operarme. Pero ella me obligó a que fuera a verla. Fuimos Mak-kun y yo a Oita. Él le dijo que nos íbamos a casar, pero necesitábamos dinero para pagar los costes. Al verme, mi madre se quedó muda. Se levantó, sacó de un cajón un sobre con mucho dinero, casi un millón. Lo puso sobre la mesa, me dijo "adios" y se retiró. Nosotros cogimos el sobre y aunque intenté agradecérselo, mi madre no quiso escucharme. Volvimos a Tokio y con ese dinero aborté y despues... me casé con Mak-kun. Desde entonces no he vuelto a saber nada de mi madre.

Hace tiempo que ya no la miro a la cara. Comienza a resultarme muy desagradable su presencia. Siento la necesidad de odiarla, y aunque creo que me faltan argumentos para llamarla asesina, prefiero huir de ahí... Pero ella sigue hablando.

- Mak-kun consiguió un ascenso en su trabajo. Yo había dejado de trabajar, pero pudimos encontrar un lugar mejor para vivir los dos. Pero las cosas empeoraron. Mak-kun siempre estaba trabajando y casi no nos veíamos. Trabajaba muy duro, muchas horas. Al año y pico nació Kenta. Mak-kun comenzó a agobiarse. Cada vez venía menos por casa, y cuando lo hacía acabábamos discutiendo. A los pocos meses, pidió un traslado en su trabajo. Ahora vive en Akita, donde está su familia. Sigue manteniéndonos, pero no lo vemos.

Yo ya no lo aguanto más. No puedo irme, porque aunque sea por respeto debo permanecer hasta el final. Pero por las paredes de mi cráneo rebota siempre la misma intención: huir, desaparecer, esfumarme, disolverme... Pero ella sigue hablando.

- El dinero se acaba pronto cuando tienes un hijo al que mantener. Yo no puedo trabajar, porque Mak-kun no me lo permitiría, y no quiero avergonzarle frente a los que le conocen aquí. Así que tuvimos que mudarnos a esta casa. Pude hacer algunos amigos en el vecindario, y a Kenta no le importa, no se acuerda de la otra casa. De vez en cuando escribo a mi madre, le mando fotos de Kenta... Pero nunca contesta.

Se levanta retirándose del kotatsu y se acerca a la ventana. Es posible que lo haga porque no quiere que le vea la cara, quizá lo que venga ahora sea más insoportable para ella. A mí ya no me caben más actitudes incongruentes ni actos incomprensibles para este gaijin estúpido. Barajar la posibilidad de que todo aquello no esté pasando en realidad comienza a cobrar validez en mi lista de posibles interpretaciones a todo este sinsentido... Pero ella sigue hablando.

- No entiendo qué era lo que pretendías al venir aquí. Y no me puedes echar la culpa por haberte ocultado todo durante estos años. ¿Qué iba a hacer? ¿Decirte que vinieras? ¿Y luego qué? Ya había bastante con intentar recuperar mi vida, no podía destrozar también la tuya. Prefería atesorar todos los momentos maravillosos que tuvimos juntos. Hasta hoy los guardaba con un tesoro.- Abandona la vista de la ventana y se gira hacia mí- No tenías que haber venido. Has acabado con ese recuerdo. Ahora te recordaré como aquel que ha venido, despues de siete años, a recuperar el tiempo perdido, y regresará odiándome porque intenté sobrevivir a sus espaldas. Y tú me recordarás con odio, con rencor. No puedes aparecer, como un fantasma del pasado, pensando que estaría esperándote. Me costó, pero aprendí a no odiarte. Por suerte, tengo a Kenta. Me has arrebatado tu recuerdo, pero no puedes quitarme nada más. Por favor, vete.
- Yumiko, yo no podía saber...
- Vete, por favor. Deseo de corazón que encuentres la felicidad. Cuídate.

Ya no necesito escuchar más. Reuno todas las fuerzas que me restan para disponerme a salir de allí. Me levanto, hago una ligera reverencia hacia ella, pero ni siquiera me preocupo si existe una réplica. Me veo incapaz de mirarla de nuevo. Ni siquiera espero que me acompañe. Me dirijo al pasillo de la entrada y vuelvo a calzarme mis zapatos. Están fríos y húmedos, la peor combinación. Cojo mi paraguas y salgo. Ni siquiera me molesto en abrirlo.

No Yumiko, no me arrepiento de haber venido. No me arrepiento de haberte vuelto a ver y de saber, por fin, el porqué de ese silencio de siete años. Como tampoco me arrepiento de marcharme ahora y de desterrar cualquier intento de un reencuentro o de una nueva vida juntos.

Sí me arrepiento de haberte abandonado y de recrear esta situación mil veces en mis sueños. Jamás ningún resultado llegó a aproximarse a esta realidad, que parece extraída de la novela de un pseudo-Zola contemporáneo. No puedes justificar todos tus actos bajo un halo de disciplina social, y decir que has tenido el valor de... Es moverse dentro de esa opresión que te aliena como individuo la actitud más cobarde. "Todo en tí fue naufragio..."

Llevo andando diez minutos hacia el puerto y aparece un providencial taxi. Ese patético escenario lo conservaré con apatía en mi corazón. ¿Para qué? No existe una respuesta. Tan sólo estará ahí, sin que yo lo haya reclamado.

GLOSARIO

kanji: carácter ideográfico de origen chino, usado en varias lenguas orientales.
gaijin: individuo extranjero. Tiene ciertas connotaciones negativas.
mansion: en Japón, edificio de apartamentos pequeños.
ara(a): interjección de sorpresa, generalmente usado por mujeres.
tatemae: parte del individuo que se muestra a la sociedad. Se opone al honne.
kotatsu: mesa baja con una radiador en el interior. Te sientas en el suelo (o en una silla sin patas) e introduces las piernas bajo el kotatsu.

anata dare: ¿quién es usted?, expresado con poca educación
dôzo: expresión que invita al oyente a realizar una acción.
oolong: tipo de té, muy consumido en China.


lunes, 15 de septiembre de 2008

Te veo, te busco y te escondes

Te veo. Todos los días. Te veo en una silueta de piernas delgadas que se proyecta en el suelo de un parque. En una catarata de cabellos oscuros. En el pecho ingenuo de una adolescente. Te veo en los ojos profundos, oscuros y estrechos de cualquier oriental. En una sonrisa brillante, que aprieta con fuerza coronas contra coronas, y se muerde la lengua con picardía. Incluso te veo en las caras soñolientas de quienes la abandonan al balanceo rítmico del tacatán de las vías. En los labios que susurran "gracias". Te veo en despedidas con lágrimas.
Te busco. Entre narices respingonas. Entre manos que dibujan uves. Entre fotos de días mejores, dormidas en algún rincón de mi disco duro. Entre los brazos de niñas que se sujetan a las barras del metro. Entre grupos de turistas con sus cámaras dispuestas a fusilar cualquier piedra, que nunca nadie supo que estaba allí. Te busco en los besos de otras amantes. En lazos de chicos y chicas que entrecruzan sus dedos. En los andares pesados, que no se adaptan y se cansan al ritmo que marca esta ciudad. En cuerpos que descansan en el césped, con los pies desnudos. En unos pómulos que quieren huir de tu cara.
Te escondes. En las frases de tus correos, que ya no me ocultan nada. En miradas que dicen "me equivoqué" y que buscan una respuesta. En cada instante en el que te acercabas y yo ni me enteraba. En ojos de no entender. Te escondes en un recuerdo de tus labios encontrando los míos. En palabras de dura franqueza que caen como vigas de acero.

domingo, 14 de septiembre de 2008

A diez grados

Suena un teléfono. Le sigue unos pasos que se acercan y un descolgar.
- ¿Diga?
- ...
- ¿Hola? ¿Quién es?
- Ho-hola, Marta.
- Oh, Quique, eres tú. ¿Qué tal?
- ¿Cómo estás, mi niña?
- Estoy bien, gracias. Pero, por favor, no vuelvas a llamarme así.
- ¿Tanto te molesta que te llame así?
- Ya te lo he dicho antes. Yo no soy "tu niña". No soy la niña de nadie.
- Perdona, no te enfades. No te favorece.
- ¿Qué es lo que quieres? Estoy algo ocupada.
- ¿Ocupada? Pero si hoy es fiesta, mi niña.
- ¿De qué hablas? ¿Qué fiesta?
- Nuestra fiesta. Hoy hace cinco años que estamos juntos. ¿Ya lo has olvidado, mi niña?
- Oh, por favor - respiración profunda. - Quique, creí que lo habíamos dejado claro. Tú y yo no estamos juntos. Empieza a asumirlo. Hace ya casi dos meses que lo dejamos. Y los dos estamos mejor así. No insistas, sólo servirá para hacerte más daño.
- Pero, mi niña, yo creo que...
- ¡Te he dicho que dejes de llamarme así! Mira... siento haberte chillado. Ahora no puedo hablar. Lo hablamos más tarde, ¿de acuerdo? Cuídate.
- Pero, escucha...
Sonido de cuelgue del teléfono. Respiración profunda y pasos que se alejan, acompañados de una ligera reverberación en un pasillo. Suena otra vez. Al poco, los mismos pasos con un ritmo más presto, y descuelgue del teléfono.
- ¿Diga?
- ¿Has recibido las flores?
- Por favor, Quique, ya está bien. Estás empezando a darme miedo. ¿Qué te ocurre?
- Es que te quiero, mi niña. ¿Recibiste las flores?
- Las he devuelto.
- ¿Qué? Pero, ¿por qué?
- Mira Quique, lo siento mucho. Yo pensé que habías aceptado bien todo esto, pero me doy cuenta de que estaba equivocada. Lo siento de veras, pero yo ya no te quiero. Y creí que al menos podíamos salvar una bonita amistad. Pero tú no estás dispuesto a aceptarlo. ¿Me estás escuchando?
- ¿Por qué has devuelto las flores, mi niña? ¡Siempre te han gustado las flores! 
- Te he dicho que no me llames así. No puedo aceptar tus flores, Quique. Date cuenta de que esto no puede ser. Te estás haciendo daño, y me estás asustando. Sabes que te quiero como amigo, y por eso me preocupas. Pero no te puedo ayudar a superar esto.
- Pero amor, sabes que estamos hechos el uno para el otro. Ayer... ayer estuve releyendo todas tus cartas. Llenas de palabras de palabras bonitas, de besos... llenas de amor. ¿Te acuerdas? Yo siempre te he regalado flores, porque te encantan. Tú no tenías dinero y siempre me regalabas tu corazón en cartas y poemas. Me encantan tus poemas.
- En serio, Quique, para ya, por favor.
- Sabes que nunca he dejado de amarte, mi niña. Y yo sé que también me amas, pero ahora tienes miedo de echarte atrás porque eres muy orgullosa. Pero a mí no me importa lo que ha pasado, porque sé que nuestro amor puede franquear cualquier muro. Podemos hacerlo juntos, mi niña.
- No, Quique. Ya no podemos. Ahora es imposible.
- Pero, ¿por qué?
- Porque no estoy sola.
Breve silencio.
- ¿Me has escuchado?
- No hablas en serio. ¡No puedes hablar en serio!
- Lo siento, de veras. Sabes que no quiero hacerte daño. Pero es verdad. Hace ya unas semanas que conocí a alguien muy especial, y estamos saliendo juntos.
- ¡Oh, no por favor! ¡No me hagas esto! ¡No me puedes hacer esto!
- Escúchame, Quique
- ¡No, no, no! ¡No quiero escucharte! Pero, pero, pero... no puede ser. ¿Cómo te puedes haber olvidado tan rápido de todo lo que hemos pasado juntos?
- No, por favor, escúchame...
- ¡Tú misma lo escribías en tus cartas! ¡Decías que... decías que te faltaba el aire si no estaba cerca! ¡Decías que si yo no existiera, tu vida no tendría sentido! ¡Y lo decías de corazón! ¡Te conozco demasiado bien! ¡Sabes que nadie te conoce mejor que yo! ... No puede ser, no puedes hablar en serio...
- Lo siento mucho, Quique, pero no puedo seguir esta conversación. Me estás poniendo muy nerviosa. Perdona, pero tengo que colgar.
- ...No puede ser cierto...
- Voy a colgar. Por favor, no me llames más. Adios.
- No...
Sonido de cuelgue del teléfono. Momentos de silencio, manos en ojiva protegiendo la sien. Pasos que se alejan, acompañados de una ligera reverberación en un pasillo. Transcurren unos minutos. Tres, cuatro quizá. Vuelve a sonar el teléfono. Pasos que se acercan y sonido de descuelgue.
- ¿Diga?
- Soy yo, Marta.
- Por favor, Quique. Me estás asustando. Te dije que no me volvieras a llamar. Voy a colgar, y te aseguro que como vuelva a sonar llamaré a la policía.
- No va a hacer falta, mi niña. Te prometo que no volveré a llamarte. Tan sólo te pido que me escuches un momento.
- No Quique, voy a colgar.
- ¡Tan sólo un momento, por favor! Te juro que luego no volveré a llamarte. Escúchame un momento.
- Está bien, Quique. Te escucho. Pero tienes que entender que ya no hay nada que hacer.
- Ok, Ok. Escúchame, por favor. No cuelgues.
- De acuerdo, no colgaré.
- Vale... - Breve silencio. - ¿Sabes qué es lo que han abierto muy cerca de la floristería que hay al lado de mi casa? Una tienda donde venden armas y artículos de defensa personal. Me he parado a menudo frente al escaparate, cuando he pasado cerca.
- Oh, Quique, no por favor...
- ¿Sabes lo fácil que es falsificar un permiso de armas? Hay montones de páginas por Internet donde basta rellenar cuatro tonterías de datos personales y te imprimes el papel. Además, el vendedor no se preocupa mucho por la validez de lo que le enseñas, si le compras, ¿sabes?
- No habrás sido capaz. Pero, ¿qué es lo que quieres hacer?
- ¿Recuerdas que yo también te dije que mi vida sin tí no tenía sentido? Yo sí te decía la verdad. Y ahora te lo voy a demostrar.
- ¡Estás loco! No serás capaz de eso. ¡Tú no eres así! ¡Escúchame!
- Si la vieras, es tan bonita. Brillante, con un cañón tan brillante. Te puedes ver reflejado, aunque la cara se deforma un poco, parece un poco mostruoso. Resulta hasta gracioso, jeje.
- Por favor, Quique, reflexiona. No puedes hacer esto. ¡No puedes hacerme esto!
- Tan sólo hay que cogerla con firmeza y apoyar el cañón en la sien...
- ¡Por favor, deja ya eso! ¡Estás loco!
- Está frío... Como el hielo... No, no tanto. Parece que está... a diez grados. Algo así. Pero está muy frío.
- ¡No hagas eso! ¡Quítate eso de la cabeza! ¡No puedes matarte! ¡Escúchame!
- Ya sabes que yo siempre cumplo lo que digo. Pero yo sé que tú me quieres. Y no vas a dejar que esto suceda. Basta con que digas...
- No, Quique, por favor, no puedes hacerme esto. No puedes hablar en serio.
- ...que digas la verdad, que nunca has dejado de amarme, que volveremos a ser los mejores amantes, que estaremos juntos...
- Quique, por Dios, deja de hacerme sufrir. Por favor, no me hagas esto...
- Entonces, dilo.
- Por favor, para ya...
- Está fría. Qué bonita, pero qué fría. Y puede hacer tanto daño. Y a la vez quitar tanto sufrimiento. Es igual que tú, mi niña. Tan sólo debes disparar. Dime que me amas.
- No, por favor, Quique, no hagas eso...
- Adios, mi niña. Te quiero.
- ¡NOOO!
Se oye un disparo agudo y seco. Sin eco. Al instante, el auricular comunica. Se oye el ruido del auricular golpeando el suelo y un cuerpo que se derrama, llorando.
- ¡DIOS NOOOO! ¡QUÉ HAS HECHO! ¡ESTÁS LOCO! ¡NO PUEDE SER! ¡No es posible! ¿Por qué?
Ruido del auricular colgándose y volviéndose a descolgar. Un dedo se desliza por el dial. Marca tres números. Para, vuelve a colgar y a descolgar de nuevo. El dedo repite la acción seguido de seis números más. Comunica. 
- ¡No por favor!
El auricular se vuelve a oir colgarse contra la base, y descolgarse de nuevo. La misma secuencia que el dedo dibuja contra el dial. Comunica. Cuelga con fuerza.
- ¡No, Dios, no! ¿Por qué me has hecho esto? ¿Es que no podías entender que ya no te quería? ¿Por qué lo hiciste tan difícil? ¡Yo podía haber sido tu mejor amiga! ¿Cómo quieres que viva con esta culpa? No, no... ¡YO NO TE HE MATADO! ¡No me hagas esto! ¡Te podía haber ayudado! ¡Te quería! ¿Por qué no me escuchaste? ¿Qué te ha pasado? ¡Tú nunca fuiste así! ¡No me hagas esto! ¡No me hagas esto!
Se oye el auricular descolgándose y otra vez el dial bailando su danza de nueve giros sobre la base. Comunica de nuevo.
- ¡Dios mío, Dios mío! ¡Esto no puede estar pasando! ¡NO PUEDE SER REAL! ¡No me puede pasar a mí! ¿Pero, por qué yo? ¿Qué es lo que he hecho? ¡Por favor, Quique, no me hagas esto! ¡Yo te quería, pero sabías que todo se había acabado! ¡No era posible! ¡Por Dios, no me hagas esto! ¡No podré soportarlo! ¡Qué me has hecho! ¡Te odio! ¡Por favor, no me hagas esto! ¿Por qué te has matado? ¡Yo no he hecho nada! ¡Yo te podía haber ayudado! ¡Tan sólo tenías que aceptar que...! ¿Por qué lo has hecho?
Se oye el teléfono. El cuerpo desparramado por el suelo cercano, que sigue en su llanto lastimero, se incorpora y descuelga el auricular. No dice nada.
- Hola, mi niña.
- ¡Por Dios, Quique! ¿Qué has hecho?
- Bueno, el sofá ha quedado un poco feo.
- Pero, pero...
- ¡ESCÚCHAME HIJA DE LA GRAN PUTA! ¿TE CREÍAS QUE IBA A SER TAN IMBÉCIL DE ACABAR CON MI VIDA POR TÍ? ¡PUTA, MÁS QUE PUTA!
- Pero...
- ¡No eres nada! ¿Me entiendes? ¡Yo lo hice todo por tí! ¡Te quise como nunca ha querido nadie! ¡Y jamás...! ¿me oyes? ¡Jamás, jamás te va a querer nadie como yo lo hice! 
- Dios mío, qué me han hecho...
- ¡ Estos dos meses han sido para mí un infierno! ¿Te enteras? ¡Estuve a punto de acabar con mi vida en más de una ocasión! Pero ¿sabes una cosa? No te lo mereces. Porque jamás pensaste en cómo podía pasarlo yo por dejarme sin motivo. Eres una puta. Eres escoria. Y no te mereces que nadie, ni siquiera yo, te quiera. Porque no sabes amar.
- ¿Por qué me haces esto, cabrón? ¡Me quería morir!
- ¡Ahora ya sabes cómo me he sentido durante todos estos días, hija de puta!
Silencio, que sólo lo cortan los hipidos y la respiración nerviosa.
- Y una última cosa te digo, perra: no vuelvas a llamarme. Jamás.
- ¡Hijo de puta! ¡Eres un hijo de puta!
- Adios, mi niña.

jueves, 28 de agosto de 2008

Cabellos negros sobre las sábanas

Tras la batalla, los cuerpos han caído derrotados. Vuelvo a abrir los ojos, y ha transcurrido una eternidad. Me ataca directamente un rayo que se cuela furtivo entre los pliegues de la cortina. Puedo sentir tu aliento sobre mi hombro, el sonido de tu sueño pacífico. Me giro, y allí yace tu rostro, sobre una almohada improvisada con tu mano. El brazo flexionado descubre la figura de uno de tus senos, aplastado por el peso del cuerpo sobre las sábanas. Un pecho pálido, pequeño y tímido, casi adolescente, que no oculta la areola oscura propia de tu raza. Refuerza este argumento la cascada negra, profunda, que nace de tu testa y se difumina cubriéndote los hombros, como una capa de brillante azabache que se extingue sobre la piel desnuda. Algún cabello blanco me dice que, aunque tu cuerpo zen destila una pacífica vitalidad, los dos hemos dejado de ser unos críos. Ni tan sólo jóvenes. Pero esta noche hemos querido olvidar, dejar de ser quienes seremos desde que abandone tu cama, y darnos el uno al otro. A partir de hoy, todo será distinto. En unas horas saldrá el avión que me expulse de este sueño compartido que duró dos meses... o quizá una semana, qué más da ahora. No ha habido un acuerdo, no ha habido planes. Nos hemos dejado llevar por el deseo, y ahora no nos queda más remedio que seguir las obligaciones que nuestras vidas nos marcan. Esta noche no nos la podrá quitar nadie, pero se te antojará vana con el tiempo. A mí, tal vez.
Intento contener la respiración para no romper tu descanso. Incluso deseo interrumpir mis reflexiones mientras te contemplo, tengo miedo de que los retumbos de mi cabeza se escapen y te arranquen del sueño reponedor, después de horas de combate. ¡Pareces tan frágil! Sin embargo has sido la fuerte de los dos, la que ha llorado en silencio por los dos, la que ha soportado tanto mis quejas como los problemas de comunicación. Te responsabilizaste de mi dolor y quisiste enseñarme en cada segundo que pasábamos juntos un mundo sin lágrimas. Y hoy serás tú la que necesite consuelo, mientras yo desaparezca allá entre las nubes. De nada te servirá saber que alguien te desea tanto como para haber renunciado a toda una vida a miles de kilómetros. De todas formas, tampoco habrías consentido ser cómplice de una locura semejante: eres japonesa, y sabrás administrar tus sentimientos como corresponde. Pues hoy finaliza el tiempo destinado al placer en el que ha culminado este romance. El mañana no existe, yo ya no estaré aquí y no tendrá sentido derramar lágrimas ni buscar los oídos de nadie, ¡quién quiere saber un secreto compartido con todos!
Tras la batalla, los cuerpos han caído derrotados. Durante dos meses inflamamos una pasión gritada por nuestros ojos. Durante dos semanas no nos importó otra cosa más que ocultar nuestras debilidades. Y esta noche me has vencido. Has permitido que me convirtiera en profanador de tu santuario, que robara los secretos de tu cuerpo, incandescente por un fuego contenido durante tanto tiempo. Descubrir que cada uno de los recovecos de tu piel guardaba un tesoro de aromas y caricias, paredes que se abren generosas con los besos más dulces y manos que impotentes intentan callar la boca del compañero, buscando el silencio de los sonidos del éxtasis entre las paredes tan indiscretas de la habitación. Los dedos reconociendo los rostros, los labios realizando un examen profundo de cada centímetro cuadrado, excitado el sedoso vello por las exhalaciones profundas del uno contra el cuerpo del otro. Nos hemos zambullido en los ojos del otro. Los tuyos oscuros, profundos... imposible para un occidental atisbar lo que ocultas tras ellos. Me invitas a sumergirme dentro de tus pupilas, después te cierras como una dionea y me ahogo entre pasiones ahogadas y sentimientos confusos, hasta que mis principios a lo que me ataba y alejaba de ti se desvanecen, dentro de ese agujero negro que absorbe cualquier atisbo de claridad. Quiero olvidar quien soy, quiero que ese avión despegue sin mí, quiero morir entre mil de tus sonrisas. Ya no tengo otra cosa que el calor de tus labios sobre los míos. Quiero olvidar la palabra "adiós". En español y en japonés.
Tras la batalla, mi cuerpo ha caído derrotado. Vuelvo a abrir los ojos, y el paisaje me aturde. Estoy en mi casa, en la cama de siempre, ahora enorme. Mis dedos exploran desesperadamente tu calor entre las sábanas. Pero tan sólo encuentro cabellos negros, largos, gruesos... no son tuyos. Estuvimos tan cerca de que esta vez no fuera otra fantasía. Quizá la próxima noche pueda despertar más tarde y perder ese avión. Para siempre.

domingo, 24 de agosto de 2008

El amor del rey

Durante las dos primeras semanas que estuve en Tokio, al no conocer a nadie, me pasaba el día recorriendo la ciudad, familiarizándome con sus barrios y admirando el bullicio de sus avenidas. En los breves descansos que le concedía a mis cansados pies, junto a parques o plazas intentaba entablar conversación con algún ciudadano solitario, en parte por practicar mi japonés, en parte por hacer más amena, si cabe, mi jornada. En una de estas ocasiones pude sentarme en un banco del parque Yoyogi con un señor de avanzada edad que, al ver de que contaba con unos breves conocimientos de su lengua materna, perdió pronto la timidez y nos dimos un tiempo para charlar. Afortunadamente, este hombre podía farfullar algo de inglés, con lo que suplíamos ciertas carencias en mi oxidado japonés. Tras unas primeras frases acerca de mi estancia en Tokio y de los motivos que la propiciaban, me preguntó si no sentía añoranza por la tierra que había abandonado temporalmente. Le contesté que era duro separarse de la gente que amas, pero el beneficio final tras mi estancia allí lo compensaría. Entonces él quiso obsequiarme con esta historia:

"Cuando el antiguo imperio de Yamato no alcanzaba aún las tierras sobre las que tú y yo nos sentamos ahora, había multitud de pequeños estados por esta zona de Japón. De eso hace ya muchos siglos. Durante una época, uno de estos paises estaba regido por un rey que amaba profundamente a su pueblo, pero lo trataba con bastante dureza. Siempre con el afán de conseguir lo mejor para sus siervos, los hacía trabajar duramente en sus tierras y oficios. Sus súbditos le obedecían dócilmente, conscientes de que la severidad de sus órdenes y lo austero de su vida era por el bien de todos. No obstante, en el fondo de sus corazones albergaban la esperanza de que con el tiempo la vida se hiciera más fácil para todos. El rey, que ponía todo su empeño en conseguir lo mejor para sus tierras y todos los que en ella moraban, deseaba que todos se comportaran como él y trabajaran sin descanso. En muchas ocasiones desoía los ruegos de su pueblo, a los que consideraba como hijos que debían ser conducidos y educados con severidad. Su gente le amaba, pero también deseaba ablandar su corazón.

Como la única motivación del rey era conseguir que su país fuera el mejor y más feliz para todos sus súbditos, impulsado por este deseo pensó en hacer un largo viaje por los reinos vecinos, estudiar sus costumbres con la esperanza de que le sirviera de inspiración para poder mejorar el suyo. Así que, sin dudarlo más y desoyendo los consejos de algunos de sus ministros por la peligrosidad de su plan, formó una caravana que le conduciría durante esta travesía por los diferentes paises de la isla. Varios años pasó recorriendo las cortes de otros reinos, estudiando sus técnicas de cultivo, examinando la organización de sus ejércitos y disfrutando de las costumbres de sus gentes. Cada día que pasaba aumentaba su alegría al pensar en cómo iba a poder aplicar todas esas mejoras en su propio reino. A pesar de la añoranza que inundaba su alma, estaba convencido de que aquel viaje iba a ser muy beneficioso para su amado pueblo, en el que no dejaba de pensar. Aferraba todas sus penas por la distancia y las enterraba en lo más profundo de su corazón. De vez en cuando recibía mensajeros que le informaban de la tristeza de su pueblo al ver a su abnegado rey tan lejos de su patria, y vaticinando grandes festejos a su regreso.

Un día, considerando que ya había aprendido lo suficiente sobre los otros paises, algunos de ellos hasta ahora desconocidos por sus sabios, decidió preparar la vuelta a su reino. Cargado de regalos para sus súbditos, llena su cabeza de planes para el futuro y con el corazón rebosante de alegría por el cercano regreso, la caravana del ambicioso soberano iba haciendo el camino hacia sus dominios. Ordenó a un mensajero que se dirigiera sin demora a su palacio para que iniciaran los preparativos de los festejos de bienvenida. Excitado con todo lo que había visto y vivido, no podía apenas dormir pensando en la gran cantidad de cambios que iba a realizar para conseguir que sus súbditos fueran más felices y hacer que su reino viviera una edad de oro, llena de esplendor y bienestar para todos. Su corazón se llenó de gozo cuando los caminos comenzaron a serle más familiares y las formas de las montañas lejanas le anunciaban la inmediata meta. Pero cuando la caravana se acercó al primer poblado vasallo del rey, éste observó extrañado que las gentes que trabajaban los campos, al verles, abandonaban corriendo sus faenas y se encerraban en sus chozas, miedosos. Lo mismo sucedió en las aldeas cercanas. Extrañado el rey de tal comportamiento, lo achacó al tiempo que había estado lejos de su patria y pudiera ser que sus propios siervos ya no le reconocieran. Desterrando cualquier temor en su corazón y cegado por la alegría de haber llegado a su patria, aceleró la marcha hasta su capital.

¡Cuán grande fue su desazón cuando franqueó las puertas de la muralla y vió cómo sus siervos ignoraban su presencia allí! No había nada preparado: ni música, ni bailes, ni banquete, ningún tipo de exhibición que demostrara la alegría de su pueblo al regreso de su amado soberano. Éste, muy enfadado, comenzó a gritar a las gentes que pasaban por las calles, a los pequeños comerciantes y los artesanos que realizaban su trabajo frente a sus casas. Los paisanos bajaban la cabeza y seguían su camino, nadie se dignaba a mirarle a los ojos. Desesperado por la situación, aceleró la marcha de su montura hasta su palacio. Frente a la puerta de éste le esperaba su Consejo de Ministros, acompañado del ejército. El primer ministro se adelantó a los demás y se pronunció en nombre de todos:

- Gran Señor, nos alegramos de que tu viaje haya transcurrido sin incidentes y hayas podido presentarte ante nosotros con perfecta salud. Pero ya no eres bienvenido a estas tierras. Durante estos años hemos aprendido a vivir sin tu presencia y podemos gobernarnos por nosotros mismos. Esto es algo que el mismo pueblo decidió, desde cualquiera de éstos que ves frente a tí hasta el mendigo más pobre. Tus siervos no te odian, porque todavía albergan cariño hacia tí en sus corazones y no te desean ningún mal, pero ya no se mostrarán, nunca más, diligentes ante tus órdenes, y no desean que seas tú el que rijas sus destinos. Te rogamos que salgas de estas tierras, sigas tu propio camino sin nosotros y no vuelvas.

Tras estas palabras, los ministros lo abandonaron entrando en el palacio y la guardia le franqueó la entrada. El rey, profundamente apenado, se dejó caer sobre el suelo y comenzó a llorar amargamente. Así permaneció durante dos días y dos noches, gritando y llorando como un perro abandonado. Tras esto, salió de la ciudad y se perdió entre los bosques de las montañas cercanas. Nunca más supo nadie lo que le pudo pasar ni cómo acabó sus días."

Mi compañero de banco calló unos instantes, observando cómo mi rostro se había turbado tras escuchar esta triste historia. Se levantó, me dió la mano antes de despedirse y me dijo: "Nunca abandones a los que te aman, porque podrían aprender a vivir sin tí".